Sergio Sarita Valdez
Cuando de contar historias se trata el autor favorito que primero asoma a mi mente tiene un solo nombre: Gabriel García Márquez.
En su narrativa “Vivir para contarla” arranca con la siguiente expresión: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.
He tenido la fortuna de dedicar la mayor parte de mi existencia a estudiar las enfermedades lo que me ha permitido analizar en profundidad la temática Vida-Salud-Enfermedad y Muerte.
Más de sesenta años sin vacaciones bregando con el estado de salud de decenas de miles de personas, así como analizando las características presentes en un gran número de cadáveres, me ha permitido establecer una ruta imaginaria entre la procreación del individuo y su deceso final.
Mi abuela paterna procreó una familia de cinco hijos y una sola hija. Fui el primer sobrino y ahijado de mi adorada tía. En la primera mitad del siglo XX el concepto de madrina en el catolicismo implicaba que, si por alguna razón faltaba la madre, aquella automáticamente asumía el rol de la mamá. Me convertí por obra y gracia de ser el primero y el favorito de mi tía madrina.
En sus viajes y durante mis vacaciones gozaba de su tutela. No he conocido a alguien que le igualara en la capacidad de retener fechas y recordar pequeños detalles de eventos en los que estuvo presente.
Antes de que los teléfonos inteligentes se convirtieran en objetos indispensables en la cotidianidad, solía llamar a mi central telefónica, la tía María, para conseguir ipso facto la dirección y número telefónico de familiares y allegados. Vivió 98 años, gran parte de ellos en muy buen estado de salud, a tal punto que ya en su lecho de muerte, llegaban vecinos y amistades a visitarla y le preguntaban si les reconocía.
Ella sonreía e inmediatamente pronunciaba sus nombres y agregaba algo del árbol genealógico de esa persona. Cada vez que me llamó o visitó para diligenciar algún favor, nunca lo hizo para beneficio propio sino para que ayudara a simples amistades o familiares distantes.
Vivía pendiente del bienestar de decenas de consanguíneos, compadres, comadres y vecinos. Si alguno enfermaba seriamente se alistaba para visitarlo y diligenciar todo tipo de asistencia. Siempre llevaba algún tipo de donativo en los viajes de visita. Donde unos veían sombra ella veía luz, alentaba al caído y se identificaba con todos los que sufrían. Murió en paz, rodeada de sus hijas, hijos, nietos, allegados y vecinos. En paz descansen sus restos.
Volviendo al Gabo, sigo vivo para contarla. Tenemos casos de gente poderosa financieramente, capaz de comprar a medio mundo con su dinero.
Gozan del privilegio de contar con una enorme servidumbre, bienes materiales y una inigualable capacidad para vender imágenes fantasiosas de bondad, amor y devoción. Viven engañados y engañando; pretenden ser eternos cual si fueran dioses terrenales.
Poseen la soberbia, la avaricia, la lujuria, la gula y poderes secretos; a pesar de todo cuando dejen de existir no habrá sana razón para recordarlos. Desde ya diríamos que son vivos muertos.