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La moda social teje reinserción en las cárceles peruanas
El artífice de todo esto es Thomas Jacob, un francés nacido hace 34 años en la región de Bretaña, que ya lleva más de una década afincado en Perú
Clemente Espinosa fue encarcelado hace tres años en Lurigancho, el penal más poblado de Perú. Desde entonces, una máquina de coser es su mejor aliada para pasar el tiempo y ganar unos soles confeccionando prendas que se venden en Nueva York y Madrid con la etiqueta Pietà, una marca de moda ética que fomenta la reinserción.
El sonido de las máquinas invade el taller del pabellón industrial del centro penitenciario en el que cuatro pasos le bastan a Espinosa para trasladarse desde su humilde celda hasta el espacio enrejado, hacinado de mesas de estampado y costura, en el que realiza tu tarea diaria.
«Mi trabajo consiste en darle el acabado a la prenda, hacer la basta de la manga, la basta del faldón y la recubierta del cuello», cuenta a Efe el hombre desde su taburete, anclado tras la recubridora que ya conoce como la palma de su mano.
Cuando estaba en libertad, Espinosa se dedicaba a «vender productos de limpieza» y eventualualmente «ayudaba» a su primo, que tenía un taller de costura.
«Tenía noción de lo que se trataba, (pero) ahora he desarrollado más mis habilidades», relata el reo tras asegurar que, cuando cruzó por primera vez los muros de la cárcel, no dudó ni un segundo en implicarse en la marca Pietà.
«Todas las personas necesitamos dedicarnos a algo acá en el penal porque se nos hace más llevadera esta situación, este encierre, y, por otro lado, (está) lo económico, poder cubrir nuestros gastos y si es posible también mandar un poco afuera, a la familia», apostilla.
A fin de mes, cada uno de los veinte presos de Lurigancho que trabaja en Pietà recibe un porcentaje de la producción, que asciende a más de 1.500 prendas por semana y suele traducirse en un sueldo por encima del mínimo, marcado en 1.025 soles (unos 268 dólares).
Así lo puntualiza a Efe el encargado del taller, Santos Arce Ramos, el condenado más veterano del proyecto, que explica con orgullo que él ha visto «pasar a muchos maquinistas que ya se han ido a la calle».
Una marca de «moda alternativa»
El artífice de todo esto es Thomas Jacob, un francés nacido hace 34 años en la región de Bretaña, que ya lleva más de una década afincado en Perú.
«Tenía una amiga que daba clases de francés en cárceles y un día me invitó a ver una obra de teatro que había hecho con sus alumnos presos y vi que tenían máquinas de coser, otros hacían estampados, bordados o tejidos, pero no tenían trabajo y pensé que podría ser interesante hacer un trabajo conjunto, una marca de ropa original y auténtica», relata a Efe.
Él mismo es el creador de los diseños minimalistas de las ropas limitadas y de estilo urbano de Pietà, que proponen una «visión alternativa de la moda» y privilegian «productos peruanos» y materiales naturales, orgánicos y reciclados.
Su logo son cuatro barras verticales atravesadas por una diagonal: «Son los días contados en la cárcel, donde estás encerrado sin noción del tiempo, y representan también los barrotes que hay en la celda», detalla Jacob.
Y el nombre de la marca, agrega, se inspira en la obra maestra de Miguel Ángel, que representa la última escena antes de la resurrección que da pie al renacimiento.
Diez años rescatando dignidad
El proyecto nació hace diez años para rescatar la dignidad y promover la reinserción social de los internos de los penales de San Jorge, en el centro de Lima, y de Santa Mónica, en el distrito de Chorrillos.
Pero desde 2014 se concentró exclusivamente en Lurigancho, por ser el «más grande del país, donde hay mucho potencial, mucha gente que quiere trabajar y seguir adelante, y muchos conocimientos», asegura Jacob.
Este penal acoge más del 10 % de los 87.246 reclusos de todo Perú. Son, actualmente, 8.874 internos, casi tres veces más que la capacidad del centro (3.200), según puntualiza a Efe su director.
Detrás de las puertas del control de acceso a la instalación, mientras unos agentes de seguridad pinchan con cuchillos los sacos de frutas para evitar la entrada de sustancias u objetos prohibidos, otros pasan revista a un grupo de, al menos, 15 hombres que ven por primera vez, desde dentro, esos muros amarillos, sellados en alambres de espinas, que a partir de hoy cercan su nuevo hogar.
La misma fotografía se replica todas las semanas, en un país que registra una sobrepoblación penitenciaria del 112 % y que, en apenas dos décadas, vio triplicar el número absoluto de sus presos.