Guido Gómez Mazara
La saña es de vieja data. Eso sí, la dictadura elevó a categoría oficial la intriga fundada en información maliciosa que, como Foro Público, todos los días trituraba la reputación del marcado por el jefe. Con el paso del tiempo, los dispositivos velados de sanción fueron cediéndole paso a una más explícita rutina de insultos, capaz de repetir barbaridades impensables, y que recibía aplausos y estímulos por parte de quienes se presumían beneficiados por el ataque virulento.
Así como evolucionan los métodos de control cuando no encuentran límites legales, tanto las penas como los hábitos de sometimientos quedaron en el delirio de ilusos muy creídos de los efectos de la justicia. En el interregno, un ejército de rufianes sustituyó la rutina informativa a cargo de profesionales, y habilitó un club de chantajistas enquistados en las redes con licencia para asesinar reputaciones. Muchos observaban sin exaltarse, hasta que los dardos venenosos no le tocaran. Ahí comenzó su “preocupación”.
En mi caso, más pudo el temperamento que las recomendaciones de tolerancia. Por eso, influido por el espíritu de Quijote, dediqué años en tribunales, con la retahíla de incidentes pautados de tácticas dilatorias, claramente orientados a no conocer la verdad. Lo cierto es que la activación de circuitos del descrédito obedece a una lógica de actuación en los territorios de la política aviesa y perversa, capaz de entusiasmar a los que no poseen las competencias necesarias. Esos mismos que asumen que, enlodando a sus adversarios, allanan el camino de sus irrealizables metas.
Ahora, los gritos llegan al cielo. Y razones sobran. Irrespetos, desbordamientos y una franja partidaria que pretende conseguir en las redes lo que el voto popular no les asignó. Se incurre en el infortunio argumental de confundir el ejercicio de los derechos, olvidando lo inviable que sería su carácter ilimitado, porque no pueden disfrutarse de manera absoluta. Por eso lo urgente de una legislación distante del espíritu restrictivo y/o conculcador de derechos, pero enfática y efectiva a la hora de sancionar la montaña de excesos verbales que brotan cuando no se sabe distinguir entre libertad y libertinaje.
Al final, y de experiencia, queda la satisfacción del deber cumplido, con dos condenas ratificadas por la Suprema Corte de Justicia. Dos condenas que visibilizan a los tontos útiles, esos que, por mandato, esconden en tercería a los verdaderos estimuladores, hoy amargados: uno, por su insignificancia electoral; el otro, por sus frustraciones personales.
Pero no es lo personal lo importante. Los órganos competentes hablaron, y ese precedente basta. Ahora nos toca elevar el debate y apostar por una democracia que sepa diferenciar firmeza de violencia, crítica de difamación, y ambición de mezquindad.